DE CUANDO NOS COMEMOS LAS EMOCIONES

Hay mucha literatura sobre la relación que existe entre la nutrición y las emociones, ya que es un concepto amplísimo en el que podríamos navegar durante años en el mar de lo académico y lo clínico.

 

Actualmente, en consulta, un psicólogo junto con un nutricionista - los psiconutricionistas no existen - abordan con el paciente su relación con la comida, es decir, afloran en las conversaciones qué emociones regulan o dominan para bien o para mal todo lo que tiene que ver con el momento en el que satisface su apetito, el antes y el después. Para establecer un análisis preciso, sobre todo para confortar y ayudar a la persona, hay que “disponer de una visión holística y genérica” ya que “las personas somos complejas, y no tenemos 

problemas aislados.”1 Por ejemplo, si a una persona no le gusta cocinar, puede que opte por comprar comida ya preparada, envasada en plástico - es un disruptor endocrino- con conservantes y con ingredientes no tan sanos como los que utilizaría si cocinara ella misma.

Al comer productos ultra-procesados, es más probable que desarrolle una dependencia a éstos, con las consecuencias fisiológicas y emocionales que conlleva, si  se convierte en un hábito diario.

 

Las personas no vivimos al margen de los núcleos sociales. Ya sean más grandes o más pequeños, para cada uno hay un núcleo familiar, laboral y otro con amigos/as y conocidos/as, sin obviar las relaciones que mantenemos cuando necesitamos de cualquier servicio ya sea ir a comprar comida, al taller, al banco, a la farmacia, etc. En dichos núcleos nos regulamos, nos manifestamos y nos relacionamos, y hay un hecho que sería un denominador común en casi todos ellos: con intensidades distintas, la comida es una parte central de cualquier evento, celebración, conversación. Celebrar un cumpleaños, un ascenso o la Navidad, ponerse al día en un bar, una boda, venir de un after… la comida y la bebida no son solamente utilizados para nuestra supervivencia, sino que mediante ella nos satisfacemos, y nos alegramos pero también tapamos dolores, angustias y nos culpamos.

 

 

 

Nuestra amiga salvadora la industria alimentaria

 

 

La industria alimentaria nos ha avanzado por la derecha, y adelantándose, nos ha ‘robado’ estos momentos en cierta manera, perdóneseme la hipérbole, con el fin de vender. No les importa nuestra salud, sino sus números. Cierto es que hay alimentos buenos procesados que nos facilitan nuestra día a día, muy ajetreado, como puede ser por ejemplo un bote de conservas de legumbres, verduras y pescado, fruta, pescado y verdura congelada, etc. y que una alimentación inmejorable de manera estricta e inflexible no es nada recomendable. Marcos Vázquez, reconocido divulgador, destacaba que “Si no puedes comer un donut tienes un problema; si no puedes dejar de comer donuts, tienes un problema”. No obstante, el márketing para que consumamos sus productos interfiere bruscamente con nuestros sentidos, buscando llenar sus bolsillos con su publicidad emocional: “Te mereces esta pizza”, “Esta bebida te da alas”, “Empieza el verano, empieza el plan detox”, “Helados que dan la felicidad a tus hijos/as”, “Alegra tus momentos con estos bombones” “Dales un desayuno energético con estas galletas y este batido” y un larguísimo por no decir infinito, etcétera. Entonces, con la falta de tiempo y la necesidad de merecernos un descanso después de horas duras de trabajo tanto dentro como fuera de casa, llega el momento de tomar esa bebida dulce que nos merecemos, esa bolsa de patatas, o ese bollo relleno de chocolate que nos apetece tanto, en lugar de comer lo que evolutivamente nuestra genética nos pide, por ejemplo, una buena macedonia con un yogur natural y unos buenos frutos secos tostados, unas buenas aceitunas, o un trozo de queso con un buen pan.


 

¿Quién nos dicta lo que necesitamos? ¿Por qué le hacemos caso a la publicidad? ¿Por qué surge el sentimiento de culpabilidad después de comer dichos productos?

 

Estos productos, tomados a diario, generan una dependencia debido a la recompensa inmediata que sentimos, ya que entre sus ingredientes se encuentran grasas vegetales, azúcares, sales, especias y emulsionadores que le dan un aspecto y gusto perfecto. No solamente esto, sino que se ha visto en las últimas décadas que el umbral del dulzor en los más pequeños ha aumentado, ya que se introducen estos productos muy precozmente, por ejemplo, con las papillas dextrinadas azucaradas a partir de los 6 meses.

 

Así pues, entramos en esta rueda, que puede ser muy compleja y peligrosa:

 

 

Trabajo mucho → Estoy cansado/a → Me merezco un bollo → Me como varios porque no me satisfacen → Me siento mal porque he comido estos bollos → Tristeza, ansiedad, frustración por no haber sabido comido mejor → Tengo que restringir lo que como → Rompo con la restricción → Tristeza, ansiedad y frustración por no haber sabido restringir.

 

Muchas veces, pues, tratamos de compensar desde muy pequeños/as, los momentos difíciles o duros con los momentos buenos con la comida: “Si haces los deberes habrá chuches, si te portas bien haré pizza, y si no te haré verdura”, y de mayores “después de las comilonas de Navidad empiezo con el deporte”, “llevo dos días muy duros, necesito unas buenas patatas fritas”, etc. La publicidad emocional ha entrado en nuestros hogares para salvarnos del duro mundo en el que vivimos, y así refugiarnos en el placer que tanto necesitamos, sin tener en cuenta que, a medio-largo plazo, las consecuencias para nuestra salud pueden llegar a ser bastante nefastas.

 

¿Cómo podemos encaminar nuestra relación con la comida?

 

 

Primero de todo, tenemos que aceptar que no hemos sido conscientes durante muchos años de leer las etiquetas nutricionales y los ingredientes de lo que nos llevamos al carro. Gracias a Dios, en los últimos diez años, ha habido un gran auge expandido por las redes sociales, de nutricionistas que han divulgado -mejor o peor- los beneficios de ir al supermercado, de leer la información nutricional, de realizar actividad física, etc.

 

 

Podrían servir estas preguntas, las cuales podrían ser infinitas, para profundizar un poco más sobre cuáles son nuestras emociones a la hora de comer:

 

-        ¿Conoces, honras y respetas tu hambre y saciedad?

-        ¿Sientes que estás cansado/a todo el día?

-        ¿Miras la TV o el móvil mientras estás comiendo?

-        ¿Tienes tiempo suficiente para comer sentado/a?

-        ¿Necesitas ir cada dos por tres a la nevera?

-        ¿Necesitas endulzar o salar mucho siempre los platos?

-        ¿Sabes disfrutar de un trozo de pastel en las celebraciones puntuales a lo largo del año, o te castigas cada vez por ello?

 

En conclusión, es muy necesario revisar en primer lugar, nuestra calidad de vida (estrés, horas de sueño, horas de pantallas), en segundo lugar, la calidad de la comida que compramos, y sobretodo auto-evaluarnos y reflexionar sobre si mantenemos una relación de castigo-recompensa con nuestro propio cuerpo y la comida que ingerimos, o por el contrario, sabemos que hay alternativas para gestionar el estrés como ir a pasear, ir al cine, leer, hablar con un amigo/a que nos pueda ayudar, o, si se trata de comida, informarnos y autoeducarnos para elegir lo saludable.

 

 

Mireia Noguer Cano

Técnica Nutricionista